El armónico de Dyens
2015. Era la 35ª edición del archiconocido Festival de la Guitarra de Córdoba, y un inexperto servidor junto a otros compañeros (que también forman parte actualmente de la OGM) nos disponíamos a entrar al Teatro Góngora para ver el recital de uno de los guitarristas clásicos más populares del mundillo: Roland Dyens.
Para cualquiera que estudie este instrumento, o simplemente lo conozca y sea aficionado, el nombre no le pillará de nuevas. Su famoso Tango en Skaï es probablemente una de las obras más interpretadas (e incluso me atrevería a decir, “trilladas”) en el repertorio del Grado Profesional de guitarra clásica. No es para menos; es una obra vistosa, pegadiza y divertida, aunque con un par de escalas que hacen sudar la gota gorda a cualquier alumno que se meta de lleno en su estudio. No obstante, el repertorio de Roland Dyens abarca mucho más (casi siempre enfocado a este instrumento), como sus diversos conciertos para guitarra (acompañados de ensemble de guitarras u orquesta de cuerdas), el magnífico Vals en Skaï, Songe Capricorne y algunos arreglos con muy buen gusto sobre temas de jazz. Por último, no podríamos olvidarnos de Hamsa, una intrincada obra en cinco movimientos para ensemble de guitarras que actualmente incluimos en el repertorio de la OGM.
Se apagan las luces del teatro y ahí aparece Dyens, con un aspecto simpático y cercano. Se sienta, afina la guitarra con una tranquilidad admirable y mira al público. Sonríe, nos pregunta “¿Qué tal?” y acto seguido procede a tocar la primera pieza, breve, de carácter rapsódico. Ninguno de nosotros parece reconocerla. Tras terminarla nos cuenta que es una improvisación que suele prepararse para empezar los conciertos, ya que así combate los nervios de los primeros minutos. No estamos en ninguna masterclass y ya nos da una idea a unos cuantos que teníamos serios problemas con el pánico escénico.
Nos acostumbramos siempre a salir al escenario corriendo, a tocar sin pensar demasiado y a saludar rápido (si es que se saluda) para volver deprisa por donde habíamos entrado. Cuanto antes pase, mejor. ¿Para qué disfrutar de una acción tan simple y bonita como es compartir tu música con los demás? Es un problema constante (y muy complejo) entre muchísimos alumnos de las enseñanzas artísticas, y la solución es igualmente compleja, ya que cada persona funciona de una manera distinta. Pero ahí estaba el bueno de Dyens dándonos una lección: no empieces con el plato fuerte, allana el camino, hazte al escenario, al público, al entorno. Y qué mejor forma de hacerlo que tocando algo más “libre”, como una improvisación.
No era la única manera que tenía de enfrentarse a los nervios; entre obra y obra, comentaba detalles de la música que interpretaba con el público, hablaba, interactuaba. No hay nada mejor que sentirte cómodo con el público al que le estás tocando, es mejor para ti y mucho mejor para la audiencia de este tipo de conciertos, a menudo acostumbrada a ver un recital de principio a fin en la que el intérprete no abre la boca salvo (quizás) para decir un “gracias” al final. Creo firmemente que la pedagogía en los conciertos es esencial para lograr una mayor difusión de la música clásica, y aunque muchos músicos ya trabajan este aspecto, aún queda camino que recorrer.
Recuerdo el programa de aquella noche como un recital muy variado de obras de distintos compositores, en el que se incluían sus ya míticos arreglos de temas de figuras tan distintas como Django Reindhart y Erik Satie. Pero en aquel ecléctico programa había un elemento constante, y este era su visión particular de la música que tocaba. Dyens no se limitaba a ceñirse a la partitura, sino que siempre aprovechaba cualquier hueco para descargar su peculiar espontaneidad. Y lo comprendí todo cuando le tocó el turno al famoso Choro Nº 1 de Heitor Villa-Lobos.
Al llegar al final de su personal interpretación de la obra, Dyens cambió el armónico final (sol-si-mi en el traste 12) por un único armónico en el do sostenido, alterando por completo el final y dándole un toque único, más sensual y abierto, que no dejó indiferente a nadie. Fue un pequeño detalle, un destello entre tanta tradición, respetando la idea original pero dando un paso más allá. Recuerdo cómo a todos se nos quedó grabado ese detalle y cómo fue uno de los momentos que más comentamos en la tertulia post-concierto. ¿Dónde están los límites en una interpretación de una obra académica con tanto recorrido? ¿Es correcto innovar sobre una partitura ya impuesta? Creo que a Dyens estas cuestiones no le preocupaban. Su objetivo era salir al escenario y disfrutar, transmitiendo esa sensación al público. Y lo lograba, vaya que si lo lograba.
Tuvimos el inmenso honor de intercambiar unas pocas palabras y hacernos una foto con él tras el concierto, y nadie se imaginaba que poco más de un año después fallecería de forma repentina. El 29 de octubre de 2016 la guitarra mundial suspiró. Pero siempre podré decir que lo disfruté en vivo al menos una vez en la vida.
No fue un concierto técnicamente impecable (¿Alguno realmente lo es? ¿Es eso lo que debemos buscar en un concierto?), pero aquella noche en el Teatro Góngora se escuchó, se sintió y se respiró música, en mayúsculas. Aquel armónico fue un simple momento, pero en este mundillo lo importante son los instantes, esos breves momentos en los que el tiempo se detiene, que hacen que la vida sea más disfrutable. Ojalá poder volver a aquella mágica noche, a aquel armónico. Ojalá siguieras aquí Dyens, aunque tu música te haya hecho eterno.
Agustín Muñoz